Sin protección social y una pensión de hambre, así viven los abuelos venezolanos que rezan día a día para que su salud no empeore, pues tampoco tienen acceso a servicios públicos y programas de recreación que les permita llevar una vejez digna.
Es el sufrimiento diario de José Pacheco, de 79 años, quien dedica todas sus mañanas a pedir dinero a los conductores. Se mantiene en un solo sitio con su silla de ruedas reencauchada y en el espaldar tiene una botella de agua. A veces puede llegar a reunir Bs. 30 y quienes transitan frecuentemente le regalan una arepa o algunos víveres. Lo más difícil es conseguir su tratamiento para controlar su enfermedad cardiovascular.
«Me duele el estómago, seguramente es por el cambur», es el primer lamento de Carmen Medina al confesar que ha sido su primer sustento a final de mañana. Sus pies soportan el calor del asfalto porque anda en chancletas, mientras extiende la mano a los primeros carros que esperan por la luz verde de un semáforo en la avenida Los Leones. Tiene 82 años y la mitad de su vida ha sido con antihipertensivos y anticonvulsivos que le cuesta comprarlos y mantener su control.
Tales testimonios muestran la realidad que cubre a la mayoría de los cinco millones de pensionados en el país. Según Francisco Carmona, del comité de derechos humanos de los pensionados y jubilados en Lara, se tendrían entre 75 a 80% sobreviviendo a tantas limitaciones y se agrava en aquellos residentes de sectores populares. «¡Cómo no sufrir, si la pensión apenas alcanza para un kilo de queso!», se queja y reconoce que ya les cuesta hasta para decidir entre alimentarse a medias o comprar algún medicamento.
Admira la lucha que vienen librando, cuando ni siquiera sienten el cobijo del Estado con verdaderas políticas de protección a estos adultos mayores, quienes son los más vulnerables por las condiciones del país. «Esto no es nuevo y se parece a un cáncer que avanza en proceso de metástasis», señala decepcionado.
Para la socióloga, Yonaide Sánchez, se trata de una falta de respeto que la pensión sea inferior a $13, cuando la mayoría queda desprotegido y sin importar una vida de trabajo que debería asegurar una vejez con comodidades. Denuncia que a consecuencia de la diáspora, algunos quedaron de cuidadores de inmuebles o de los nietos, cuando ellos son quienes deberían ser atendidos.
Además que el acceso a la salud es ineficiente cuando padecen enfermedades que pueden ser controladas y no hay la asistencia adecuada, terminando en una discapacidad. Se les complica aún más al sufrir enfermedades crónicas, porque el IVSS no garantiza los tratamientos de alto costo.
«El adulto mayor nada contra la corriente y hacia la destrucción masiva», se queja José Ramón Quero, por el desgaste físico que empieza por la desnutrición y las carencias por las fallas en los servicios públicos. Explica que se les magnifican los problemas cuando es insoportable el calor por cortes eléctricos o les cuesta para hacer la cola, además de echarse a cuestas el peso de la bombona para recibir el beneficio del gas.
La denuncia es masiva por la deuda del Estado con políticas que pueden incluir programas de recreación, sin condenar la vejez al encierro por inseguridad.
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