Una nueva realidad neoliberal surge en medio del chavismo en Venezuela, por el uso del dólar, la relajación de los controles del Estado y el acercamiento de Estados Unidos.
Adriana conduce de madrugada por las calles del centro de Caracas. Consigue los clientes a través de la aplicación Yummy, el Uber venezolano. Durante unos cuantos meses este fue el secreto mejor guardado de la microeconomía local: la demanda era altísima y en una buena noche un trabajador despierto podía ganar alrededor de 60 dólares. Después se corrió la voz y mucha gente puso su coche a trabajar.
Ahora la jornada rinde unos 30, 40 si se trata de un día de suerte. El cliente de Adriana saca un billete de 20 para pagar el recorrido, que vale 17. Ella simula buscar el cambio en la guantera, pero los dos saben muy bien cómo va a acabar esto.
—Qué pena, no tengo vuelto. Gracias por todo. ¡Chao!about:
Y sale volando con los tres dólares de más. Los billetes de baja denominación escasean en el desbocado capitalismo que se abre paso estos días en Venezuela. Solo se piensa en el dinero. La cotidianidad tiene forma de billete verde. El país, a través del chavismo, ha pasado de aplicar sin ningún éxito la revolución socialista bolivariana a un proceso de apertura con el sello a fuego del liberalismo. El fenómeno ha generado el espejismo de una recuperación económica.
Atrás han quedado los controles férreos. Hasta hace nada los venezolanos escondían los dólares porque era delito obtenerlos fuera de la vigilancia estatal. Había que hacer horas de fila para comprar comida racionada a precios regulados y escaseaban los bolívares, la moneda local. El panorama ahora es otro.
El uso del dólar como moneda recurrente, el levantamiento del control de precios y las importaciones libres de aranceles han cambiado la realidad en la que hasta ahora trataban de subsistir los venezolanos.
La economía —explica Luis Vicente León, economista y presidente de la encuestadora Datanálisis— se rebela contra el orden establecido más rápido que las propias sociedades. “Lo que ocurre en Venezuela, como antes en China o Rusia, es que la gente ha buscado soluciones imaginativas al control y al intervencionismo del Estado.
Cuando el Gobierno ha tenido problemas por las sanciones y el aislamiento ha empezado a entender que montarse en esta tabla de surf que había construido la sociedad era más una solución que un problema. Y se montó”. Eso ocurrió exactamente con el dólar, que pasó de estar perseguido y demonizado a ser un garante de cierta estabilidad.
El dólar circula ya en casi 70% de las transacciones comerciales, según algunas firmas económicas, y en medio de una economía distorsionada se ha contagiado también de la inflación. Cada vez se necesitan más dólares para comprar lo mismo. Ecoanalítica señala que en 2021 la moneda estadounidense perdió 50% de su capacidad de compra en Venezuela y este año se pronostica que pierda otra tajada.
La vida en dólares en la que los que pueden se refugian también se encarece y los precios se camuflan en un monto sin denominación, a veces acompañado de la abreviatura Ref, de referencia. El precio de unos zapatos de imitación traídos en contenedores sin pagar impuestos en una tienda de un centro comercial figura en un cartel como Ref 30, es decir, 30 dólares.
Nadie sabe cuántas horas pierde el venezolano cada vez que tiene que abrir la billetera. Cada mínima transacción implica una operación mental de unos minutos para evaluar si le conviene la tasa de cambio que usa el negocio, que varía según la moneda con la que va a pagar y la conveniencia; si debe pagar el impuesto extra porque solo tiene dólares y desde hace unos meses está gravado su uso; si habrá que redondear porque no hay monedas ni billetes de baja denominación suficiente para los vueltos (como en el caso de la conductora Adriana); o si no le queda otra que pagar más por un producto porque solo trae bolívares devaluados. En la enrevesada economía venezolana todo termina siendo más caro.
Las escenas en Caracas para pagar cualquier cosa parecen sacadas de una comedia de los hermanos Marx. Una mañana en Caracas, por ejemplo, una mujer con un billete de un dólar recurre a un desconocido en la fila para pagar el aparcamiento que cuesta 5 bolívares, unos centavos más que el valor de un dólar a la tasa oficial.
El desconocido con bolívares en su tarjeta paga su tarifa y la de ella y se queda con el dólar que aprecia más. Ella evita así pagar 3% más por el Impuesto a las Grandes Transacciones Financieras (lo de grandes o mínimas es irrelevante evidentemente). Pagar un párking es toda una odisea.
El capitalismo sui generis que practica ahora el país ha creado una burbuja de gasto y redistribución en la que viven unas cuatro millones de personas, sobre todo en Caracas.
Se trata de una isla de consumo en medio de una economía muy precaria. El tráfico en la capital vuelve a ser tan infernal como el de cualquier otra gran ciudad Latinoamericana, cuando antes, por la falta de gasolina, las carreteras se habían vaciado. Empresarios abren discotecas, restaurantes, supermercados, tiendas y farmacias. Vuelven a venir cantantes internacionales a celebrar conciertos. Los precios están distorsionados. El antro de moda, el Bar Caracas, tiene una lista de precios idéntica a la de las discotecas de Nueva York.
Da igual, se llena de miércoles a domingo. Ese bar está en la terraza de un hotel cinco estrellas, el Tamanaco, donde se alojan empresarios de distintas nacionalidades que han puesto las noticias de Venezuela en sus alertas de Google para enterarse de todo lo que está pasando. Tienen la sensación de que si llegan a tiempo, antes de que los precios de las viviendas o las empresas recubren su valor, podrán hacer buenos negocios.
Una gran parte de la población se quedado fuera de esta economía paralela. Un estudio reciente de la consultora Think Anova ha profundizado en la distribución de los ingresos en la nueva Venezuela de las burbujas: “El ingreso del 30% de la población más pobre cayó o permaneció estancado entre 2020 y 2021, ello a pesar de que el ingreso promedio de la economía aumentó 65% durante ese periodo.
En términos relativos, solo el 10% más rico de la población mejoró su posición en la distribución. Esto ratifica que los resultados obtenidos desmejoran inequívocamente la distribución del ingreso en Venezuela”.
En el medio de los dos extremos la clase media se ha apretado el cinturón, a veces hasta desaparecer o tambalear hacia la pobreza. Ida Febres tiene 31 años, es comunicadora social y asegura que hoy está mejor que hace unos años porque ya no tiene que perseguir la comida, pero lo que gana no le permite tener ningún ahorro.
“Ahora tengo más ingresos porque trabajo demasiado”, dice. Trabaja en el área audiovisual para una empresa en el extranjero y en Caracas está grabando todo para lo que la contraten: eventos, podcasts, obras de teatro. Su jornada laboral es más de 16 horas al día. Hace poco comenzó a llevar al colegio a la hija de una vecina. Todos los empleos son pocos. Las ojeras en sus ojos evidencian lo temprano que se levanta para tener un dinero extra.
Para ella el costo de tener un poco de tranquilidad está en contratar seguros médicos privados para ella y sus padres, pues la crisis de la sanidad pública es algo que no ha cambiado en Venezuela sino que empeora más bien.
Para eso es que trabaja demasiado, se endeuda, reduce gastos de comida y entretenimiento y echa gasolina subsidiada aunque tenga que hacer filas o deba ir de madrugada para poder cargar el tanque. “Pienso que mis papás cuando fueron jóvenes trabajaron por metas como comprarse una casa, un carro y hacer familia. Yo no puedo tener esas metas ahora, las mías son más pequeñas”.
Sostener el crecimiento
Con el pequeño rebote económico el sector industrial del país está operando al 28% de su capacidad y en el primer trimestre de este año ha seguido registrando crecimiento en producción y en ventas, según los datos que maneja Conindustria, el gremio que hace dos décadas reunía a 12.700 empresas y ahora solo a 2.200.
“Queremos que el crecimiento sea sostenible y para eso hay que recuperar el poder adquisitivo del venezolano y el empleo. Eso sí es sinónimo de recuperación”, señala Luigi Pisella, presidente de Conindustria y fabricante de calzados, uno de los sectores más contraídos en medio de una invasión de zapatos de imitación y baja calidad que han ingresado al país con los beneficios arancelarios que ha dado el Gobierno a la importación.
“Para entender ese 28% de la capacidad instalada en la que estamos, podemos compararnos con Colombia que tiene 80%, Brasil con 82% e incluso con Argentina que con una gran inflación y una crisis y opera a 75% de su capacidad”, dice el empresario.
También lo explican las fábricas que trabajan apenas unos meses al año, cierran y liquidan a su personal. Solo el 53,8 % de las personas en edad laboral en Venezuela tiene empleo, la tasa de actividad más baja de toda la región. “Nos falta mucho para llegar al punto de equilibrio al menos, en donde no ganemos ni perdamos”, apunta el industrial.
Con esta capacidad de producción, sin embargo, el sector industrial puede abastecer la mitad del mercado, por la drástica reducción que ha sufrido la economía. Y lo hacen incluso con el autoabastecimiento de energía en más de la mitad de las industrias operativas, pues las fallas en los servicios públicos también son una traba para la producción. “Será necesario lograr el milagro económico de crecer 10% anual durante 20 años para recuperar el tamaño que la economía tenía en 2012″.
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