La devastación del Arco Minero de Venezuela

Durante la pandemia del COVID-19 se acrecentó la destrucción del megaproyecto de minería impulsado por Nicolás Maduro al sur del país para la explotación de oro y otros minerales estratégicos como alternativa financiera ante la arruinada industria petrolera, según lo publica runrunes/Alianza.

Mediante un recorrido de más de 800 kilómetros por cuatro municipios mineros del estado Bolívar se identificaron al menos 41 empresas mixtas y alianzas entre privadas y Estado que forman parte de la corporación responsable del arrase minero en un territorio controlado por bandas criminales organizadas en convivencia con fuerzas militares y grupos guerrilleros.

La inoperancia e improvisación en la cadena de producción aurífera propician un mayor desastre ambiental en la Amazonía venezolana.

Un par de bombillos mortecinos alumbra el traqueteo de un molino artesanal en medio de la noche. Tres hombres sin cascos ni guantes operan las máquinas que procesan un lote de tierra cargada de oro a pocos metros de la Troncal 10, la carretera que une a los principales pueblos del Arco Minero del Orinoco, al sur del estado Bolívar en Venezuela. Cerca de la pequeña estructura rústica, resaltan las torres de una planta industrial de cianuración de oro iluminada por potentes reflectores. Pero entre sus altos silos no hay movimiento de camiones ni obreros.

Al amanecer estallan los colores de la devastación minera. A lo largo de la principal arteria vial del Arco Minero del Orinoco, en terrenos donde alguna vez hubo árboles y gramíneas, ahora quedan barriales, hoyos y charcos. Pululan los letreros y muros con rótulos de empresas desconocidas al mismo tiempo que se instalan nuevas plantas de cianuración y molinos artesanales para procesar el oro.

Los ríos Yuruari y el Cuyuní, que circundan los poblados mineros, pasaron a ser canales de sedimentos arcillosos. Niños y adolescentes piden propinas a los transeúntes para bachear la carretera que perdió por completo el asfalto en algunos de sus tramos. Sobre la deteriorada ruta, containers con víveres de Brasil y camiones que transportan toneladas de arenas auríferas hasta los complejos industriales, dejan en el aire una bruma espesa que dificulta la respiración.

Mineros artesanales, que cargan a sus espaldas bateas de madera para cernir el metal dorado, caminan al borde de la vía rumbo a algún barranco o mina a cielo abierto bajo el control de bandas criminales conocidas en la región como sindicatos o sistemas. Hileras de casuchas con paredes de plástico y cartón piedra, que venden desde empanadas chiclosas, gasolina en botellas plásticas de refresco hasta minutos de internet satelital en una región sin conexión ni telefonía local, se suman a los crecientes poblados improvisados que se extienden por el paisaje.

La pandemia no detuvo la destrucción en el Arco Minero del Orinoco, sino que la profundizó. Mediante un recorrido de 850 kilómetros por la Troncal 10, que atraviesa los municipios Roscio, El Callao y Sifontes del estado Bolívar, el equipo periodístico de Runrun.es Correo del Caroní constató en directo el impacto de la actividad aurífera en la región tras 24 meses de la pandemia del COVID-19.

Lejos de mermar la explotación minera, durante una cuarentena marcada por intermitentes restricciones de movilidad y una aguda escasez de combustible en la región, las secuelas de la caótica política extractivista empeoraron con respecto a la cobertura anterior registrada en enero de 2020. 

Mineros artesanales trabajan en minas a cielo abierto en Las Claritas, municipio Sifontes

La señal más visible del avance del megaproyecto de minería decretado por Nicolás Maduro en 2016 y que ocupa 111.846 kilómetros, casi 12% del territorio nacional, es la aparición de empresas y plantas industriales (públicas y privadas) a orillas de la carretera, cuyo desempeño productivo se mantiene bajo secreto oficial. Las instalaciones, con grandes muros y letreros con sus nombres rotulados, empezaron a ser levantadas en plena pandemia.

De las 41 empresas identificadas en el engañoso mapa corporativo del Arco Minero del Orinoco, la dirección de los dos mayores complejos industriales ha sido vinculada con la familia presidencial o funcionarios públicos; de 75 por ciento del total (31 de 41) se desconoce el proceso de contratación pública: si fueron asignadas a dedo o se presentaron en concursos oficiales. Apenas seis aparecen inscritas y habilitadas para contratar con el Estado. No se tiene la certeza de cuántas se mantienen operativas y ninguna rinde cuenta pública de su desempeño productivo.

Las cifras de producción así como las de tráfico de oro extraído del Arco Minero continúan en la opacidad. No se conoce con certeza cuánto oro se está sacando del megaproyecto de minería creado por decreto en 2016  ni cuánto se está yendo de contrabando. A partir de los cálculos de la organización Transparencia Venezuela, la producción del Arco Minero ronda las 25-35 toneladas anuales, de las cuales se estima que 70% sale como «flujos dispersos», como categorizó la Organización de Cooperación y Desarrollo Económico (OCDE) a los canales informales e ilegales de comercialización del oro.   

El conflicto entre las comunidades indígenas dentro del Arco Minero y las bandas criminales llamadas colectivos, sindicatos mineros o “el sistema” liderados por pranes,  que han consolidado el control territorial de las minas con anuencia del Estado, es un estallido social latente. La más reciente evidencia de esta disputa por la explotación de oro dentro del territorio indígena tuvo lugar la segunda semana de enero de 2022, cuando líderes locales decidieron trancar el paso durante 10 días por la Troncal 10, principal arteria vial del cinturón minero, lo que produjo problemas de abastecimiento. La tensión fue desmontada tras reuniones con las autoridades locales, gobierno regional y la Corporación Venezolana de Minería (CVM), ente coordinador de la gestión dentro del Arco Minero. 

En dos años de pandemia se ha consolidado el esquema del pranato en el control de las minas, caracterizado por la territorialización del dominio y acuerdos de convivencia entre las bandas criminales y el Estado, dentro del que se incluye cuerpos de seguridad (Ejército, Guardia Nacional y policías regionales)  así como grupos armados desmovilizados (ELN y Farc) que prestan servicio de vigilancia a empresas mixtas y plantas industriales de cianuración de oro que forman parte  de las alianzas estratégicas entre el Estado y compañías privadas.   

La fiebre del oro también ha reconfigurado la vida de las poblaciones mineras. La proliferación de barriadas a lo largo de la carretera y en algunos históricos pueblos mineros se constató durante el recorrido por Guasipati, El Callao, Tumeremo, El Dorado, Las Claritas y el Kilómetro 88 así como los linderos de la Gran Sabana (que alberga el Parque Nacional Canaima) y la comunidad indígena San Miguel de Betania. La aparición de viviendas con techos de zinc y paredes de tablas de madera y bolsas de plástico, son evidencia de la explosión demográfica en el Arco Minero y crecimiento de la pobreza con el consecuente colapso de los servicios públicos ya precarios.

También son muestra de que el Arco Minero no llegó acompañado de políticas sociales para beneficiar a las comunidades de los pueblos mineros ni articular medidas con los gobiernos locales.  

El equipo de reporteras entrevistó a una veintena de personas entre autoridades regionales, representantes del gremio del comercio, minería aurífera y joyería, docentes, líderes indígenas, sociólogos y mineros artesanales. Solicitaron información a la CVM adscrita al Ministerio de Desarrollo Minero Ecológico y al Ministerio de Ecosocialismo sin obtener respuesta.

También consultaron a expertos en derechos humanos, ecología y ambiente, en Puerto Ordaz y Caracas. Una multiplicidad de voces contribuyeron a armar el retrato del nuevo paisaje en el Arco Minero del Orinoco que ensancha la fosa de destrucción en la Amazonía venezolana.

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