A Marcos Pérez Jiménez le gustaban la montaña y la arquitectura. El dictador de gafas de montura gruesa gobernó en plena efervescencia económica de Venezuela durante la década de los cincuenta. Suya fue la idea extravagante de levantar un hotel en lo alto de un cerro desde donde contemplar toda Caracas. Hoy allí se da cita la élite chavista.
Lo quiso llamar Humboldt en honor al explorador prusiano. Para su construcción eligió a un joven arquitecto, Tomás José Sanabria. Le exigió que lo terminara en un año.
El muchacho, diligente, lo entregó en 199 días. En el salón principal, de grandes ventanales, el cliente tiene la sensación de caminar sobre las nubes, que danzan alrededor. Pérez Jiménez no tuvo mucho tiempo para disfrutarlo, en apenas dos años fue derrocado.
Sus enemigos pensaron que cuidarlo era rendirle culto al general y lo abandonaron. Ahora, casi 70 años después y tras ser reformado por empeño de Hugo Chávez, el hotel se ha convertido en el símbolo de la oligarquía chavista que se aprovecha de la nueva liberalización económica.
-Al hotel, por favor.
Los huéspedes del Humboldt no tienen que hacer cola en el teleférico que sube hasta el pico del cerro El Ávila. Una ostentación en un país donde la gente se pasa la vida en fila para repostar gasolina. Arriba espera un carrito de golf con el nombre del establecimiento estampado en el morro. Un sendero empedrado conduce hasta la edificación, oculta tras la neblina. El interior guarda un estilo minimalista, de la escuela Bauhaus, lleno de luz, sin columnas, de trazos curvilíneos y decorado con butacas y sillas nórdicas de Arne Jacobsen.
Las habitaciones se distribuyen alrededor de un gran cilindro de concreto. Su decoración es un viaje hacia los años dorados de los collares de gargantilla, los gemelos de oro y los abrigos de piel. “Es una realidad, no todo el mundo tiene para pagarlas”, explica Carlos Salas, gerente de operaciones del hotel. Son todos cuartos dobles, idénticos, a un precio de 350 dólares la noche. Las élites económicas del país son las únicas que ponen el pie en su moqueta.
Venezuela ha vivido un colapso económico en los últimos ocho años que ha destruido el país. Sin embargo, los expertos consideran que vive un efecto rebote tras tocar fondo. El régimen chavista permite ahora el uso del dólar y ha abierto la mano a la inversión extranjera. Los empresarios aprovechan los bajos impuestos y la eliminación de aranceles para hacer negocios.
El efecto que ha producido es el de una burbuja. En este mundo particular se manejan grandes cantidades en efectivo. Cash. Funciona, también, como una lavadora de dinero de los cientos de millones de dólares saqueados a las ganancias del petróleo o provenientes del tráfico de drogas. Eso ha creado una nueva clase social, similar a la oligarquía rusa de los noventa, de acuerdo al diario Wall Street Journal, que llena los lugares de moda como el Humboldt.
Por él pasean genuinos negociantes, eso seguro, pero predominan “los amigos” del Gobierno, como los define la economista Tamara Herrera. “El lavado tiene un gran espacio en el país. La opacidad impregna toda la actividad nacional. Desde la ausencia absoluta de rendición de cuentas por parte del Estado, lo cual facilita la vida de actividades ilegales o de dudoso origen”, explica. Un ejemplo de ello es el colombiano Alex Saab, extraditado a Estados Unidos acusado de ser un testaferro del chavismo. Muchos temen que les pueda ocurrir lo mismo y gastan todo su dinero en Venezuela. “Por supuesto, hay espacios de lujo en lo que esto es absolutamente notorio”.
Stalin González ha subido más de una vez el cerro, aunque a pie. Tarda cuatro horas desde Caracas a través de un sendero tropical. Cuando corona la cima se queda maravillado por el Humboldt, pero no entra. “Ni de vaina. Eso está lleno de enchufados”, cuenta González, uno de los líderes de la oposición. El término viene de una frase de Henrique Capriles, que durante una campaña presidencial dijo que el Estado era una gran toma de corriente al que se habían conectado muchos empresarios. “Es un lugar muy elitesco”, prosigue González. “No todo el que va lo es, pero es un ambiente ligado al chavismo”.
La afluencia de efectivo ha reactivado parte de la vida económica de Caracas y otras grandes ciudades de Venezuela. Los problemas persisten, pero algunos se han solucionado. Las tiendas no sufren el desabastecimiento de antes, los taxistas que habían desaparecido con el desplome de la moneda local han vuelto a la calle con aplicaciones móviles y los restaurantes de lujo abren de nuevo las puertas. El Humboldt ofrece muchas alternativas para quemar esos dólares, como las visitas guiadas para curiosos por 30 dólares. “Todos los techos son conchas acústicas. Los revestimientos son en verde o azul. Sanabria quería que cuando tú te asomaras y tuvieras esta visión del horizonte se te confundiera con la vegetación del cerro y no te interrumpiera el paisaje”, explica un guía y los visitantes se quedan pasmados.
Ohhhh.
La riqueza histórica del país no se ha esfumado del todo con el colapso durante los años del presidente Nicolás Maduro. El dinero en el exterior sigue siendo descomunal, herencia de un país rico en petróleo. Esas fortunas lo repatrían para mantener su nivel de vida. Un estudio de Datanálisis revela que existen 3,5 millones de venezolanos de clase media alta. La mitad de 1999, sí, pero aún un número significativo. “Por eso llenan lugares como el Humboldt y los ves. Por supuesto que la población pobre es mucho mayor. Y eso te da el contraste”, corrobora el analista Luis Vicente León.
La empresa que maneja la concesión del hotel pertenece a unos contratistas habituales del chavismo. La reconstrucción necesitó de una gran suma de dinero público. Compañías como Marriot lo gestionaron durante un tiempo y desistieron. No es sencillo encontrarle rentabilidad: solo tiene 70 habitaciones. Es más un símbolo que una máquina de hacer dinero. Salas, el gerente, explica que tiene clientes de todo tipo, aunque reconoce que el chavismo valora especialmente la obra. Maduro se encargó de acabar el sueño de Chávez de ponerlo en marcha. Al gerente le gusta sobre todo mostrárselo a gente joven, menores de 30 años. Al llegar no se creen que sigan en territorio nacional. “No entienden que esto exista, que sea posible. Esto era Venezuela. El país que fue y que puede volver a ser”, añade.
Acabado el día, el teleférico emprende el camino de vuelta. La negrura de la noche oculta el abismo de la montaña. Al llegar, la ciudad y sus problemas de nuevo a la vista. La Venezuela del presente.
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