Infierno y corrupción en La Guajira: La miseria del otro exilio venezolano

En el cajón de una furgoneta en medio de la nada, en un terreno polvoriento y bajo el sol ardiente de la costa norte de Colombia, La Guajira, yace el féretro que contiene los restos de una anciana de origen venezolano que murió por aparentes complicaciones del Covid-19. No tiene deudos, ni amigos, es casi una N. N., es decir no poseía una identificación formal.

Llegaron huyendo del régimen de Maduro, pensando que regresarían en pocos meses, pero llevan años malviviendo en el lado colombiano de la frontera. La pobreza, el abandono y la pandemia llevan al límite a miles de familias. Su acta de defunción solo decía Georgina Pimienta. Llevaba casi tres días en la morgue de un hospital.

Cientos de migrantes venezolanos siguen huyendo cada día del hambre y la pobreza, sin importar los peligros a los que se enfrentan en su búsqueda de asilo y una vida mejor. En su travesía, o al establecerse en un destino, afrontan múltiples riesgos y un alto grado de vulnerabilidad. Muchos de ellos pierden contacto con sus familias, y otros mueren o desaparecen en el camino cada año.El cementerio Gente como UnoEl cementerio Gente como UnoÁlvaro Ybarra Zavala

Un informe publicado en la Unidad Colombiana de Medicina Legal, actualizado hasta marzo de este año, reveló que desde el 2017 en Colombia han fallecido alrededor 3.114 migrantes venezolanos; y La Guajira, la provincia fronteriza de Colombia donde queda este cementerio, es una con las cifras más altas de decesos con esta nacionalidad.

La anciana recibió finalmente sepultura en Gente Como Uno, un humilde campo santo de bóvedas de cemento ubicado en un lote de cinco hectáreas a 10 kilómetros de la vía Riohacha- Valledupar. El cementerio pertenece a Sonia Bermúdez, una tanatóloga forense sexagenaria que, en medio de la crisis migratoria que se vive en Colombia, ha estado ofreciendo funerales y criptas sin coste para los venezolanos que mueren pobres de solemnidad. Su trabajo en favor de los difuntos de La Guajira le valió para ser reconocida recientemente por parte de la Organización de Naciones Unidas.

Durante cuatro décadas Bermúdez trabajó para la Unidad de Medicina Legal del estado fronterizo de La Guajira, donde fue testigo directo de como los cadáveres de habitantes que nadie reclamaba –y de víctimas del conflicto armado de Colombia que eran irreconocibles– eran echados en fosas comunes. Esta experiencia la marcó, así que decidió crear una fundación para construir su propio cementerio privado, donde gratuitamente acoge a las personas que mueren en el abandono, la pobreza y el olvido.

Sonia ha dado sepultura en las últimas semanas a unos treinta cadáveres que han terminado durante días refrigerados (en el mejor de los casos) en las neveras de la morgue municipal o en los patios de los hospitales. Centros sanitarios que en esta zona carecen de habitaciones aptas para mantenerlos.«La dejaron en un patio al aire libre y al día siguiente cuando fuimos a retirar el cadáver las ratas le habían mordido parte del rostro»

El teléfono de Sonia no deja de sonar, y más en estos momentos de pandemia, donde cada día escasean más las tumbas para los fallecidos por el Covid-19. La abundancia de difuntos es tal que le ha tocado utilizar todos los espacios hasta ahora disponibles en su cementerio. «No puedo dejar abandonados a mis muertos.

Ni colombianos ni venezolanos», dice esta mujer, que asegura que desde el 2018 ha enterrado alrededor de unos 450 cuerpos de venezolanos y no menos 3.000 cuerpos en toda la historia del campo santo. «He denunciado muchas veces que aquí las instituciones dejan descomponer los cuerpos porque los tiran en lugares no aptos para su conservación».

Uno de los casos más recientes fue el de Vicmar Gámez Reyes, una abogada migrante de 34 años de la que se cree que sufrió un aneurisma cerebral cuando estaba en su casa atendiendo a su bebé de apenas un mes. Aquel día fue trasladada al hospital, pero llegó sin signos vitales.El cementerio Gente como UnoEl cementerio Gente como UnoÁlvaro Ybarra Zavala

Con indignación, Willy Sánchez, su primo, cuenta que el trato a los difuntos migrantes es denigrante. «La dejaron en un patio al aire libre y al día siguiente cuando fuimos a retirar el cadáver las ratas le habían mordido parte del rostro».

El impacto para sus familiares al verla fue demoledor. El proceso de descomposición se había acelerado y hubo que enterrarla inmediatamente. Los representantes del centro sanitario no se hicieron responsables del caso.

Willy dejó Venezuela en el 2018 junto a su padre, hermana, sobrinos y la prima fallecida. Confiaban todos en un pronto desenlace de la crisis. Un año. Quizá dos. «Llegamos aquí pensando que todo esto sería temporal y regresaríamos. Pero no. Algún día esto tiene que pasar», dice. Ya han pasado tres años. Uno de los miembros de la familia nunca hará el camino de vuelta.

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